La generación del desencanto

A la deriva en un mundo cansado de girar damos palos de ciego. Nos quejamos, por fin, pareciamos dormidas pero solo estábamos hibernando, y en mayo, como si nada renacemos.
Hay a gente a la que no le gusta, les molesta incluso. Pero seguimos. Algo por fín nos une, algo que no es producto de marketing, en este mundo plagado de compra-ventas, no nos vendemos.
Dicen que no seguimos nada concreto, que perdemos el tiempo.
Cierto, perdemos el tiempo, cada minuto que apoyamos un sistema que no funciona, en el que priman las cifras sobre las personas. Se pierde más que el tiempo, se pierde el capital humano, mucho más valioso que la bolsa, que las cuentas bancarias y los sillones del senado.
Somos esa generación desencantada cansada de dar besos a sapos y a princesas que no nos corresponden. De dar voces al aire sabiendo que nadie escucha.
Y por fin alzamos la voz al unísono, y aunque haya quien mire para otro lado, por mucho que tapen sus oidos, no dejarán de escucharnos.
¡¡Estamos vivas!! claman las voces en las plazas. Y no nos vamos.
Al poder le interesa la ingnorancia del pueblo. Pero esta masa que ya no es masa, sabe lo que se hace.
Y abrimos los ojos para mirar arriba críticamente y decir a los de arriba que por estar arriba no han de pisar a nadie.

El viejo

El viejo tenía ganas de morir, o no tenía ganas de vivir, que es casi lo mismo.
El alma cansada, la cara surcada por los años…
Prendió su vieja pipa, testigo de tantas vivencias como marcas en su cuerpo. Humo denso en su cabeza y nada más… ya casi nada parecía tener sentido, salvo las prohibiciones cada vez más frecuentes. “No fumes, no bebas, no opines, no…” Ahora, atrincherado en aquel balcón testigo mudo de su rebeldía, degustaba su pipa casi insulsa para aquel paladar desgastado.
Ya casi no quedaban amigos vivos con los que conversar sobre aquella guerra, aquella posguerra encharcada de hambre, aquella dictadura con aquel monstruo que murió en la cama rodeado de sus seres queridos. Dicen que el tiempo pone a cada cual en su sitio, pero el viejo había comprobado con el tiempo que eso era poco más que una bonita frase.
Había sido carpintero, en aquel tiempo en que la madera se trabajaba con las manos y a golpe de sudor. También fue soldado, en la retaguardia, y nunca tuvo que disparar su arma. Fue muchas más cosas, hijo, hermano, esposo, padre, abuelo. Pero ahora solo era viejo y estaba cansado de serlo.
Marido y mujer se conocieron de niños, y casi niños se casaron. “Eran otros tiempos”, era la frase que escudaba cosas que ni ellos mismos comprendían del todo. Y pese a la juventud del acto y, probablemente, la inconsciencia del momento, fueron y se hicieron felices mutuamente. Y juntos y felices criaron cinco hijos, y es que, “eran otros tiempos”.
Los hijos, las hijas, de vez en cuando se acercaban a casa, “como estás… tienes que cuidarte, no deberías fumar, come fruta”. Los nietos vivían lejos como para acercarse demasiado a menudo.
La hija mayor hablaba de una residencia. “Esta es mi casa y siempre lo ha sido, aquí estoy bien, yo me arreglo”, le contestaba. Pero ya su opinión había comenzado a valer menos. Muchas veces se paraba a pensar en que momento pasó de ser hombre a ser viejo, pero no encontraba la respuesta, en esa cabeza cada vez más olvidadiza.
Hacía trampas, lo apuntaba todo, perdía las notas, volvía a escribir. Nada, la flaqueza le llevaba a la vulnerabilidad, pero el viejo carpintero, que había construido sus propios muebles, no podía dejar que le vieran como un mueble más, simplemente, porque no lo era.
El tabaco de la pipa se iba consumiendo al igual que sus huesos. Hacía tiempo que la pipa era vieja, pero las manos cansadas no habían sido capaces de tallar una nueva, y, al fin y al cabo, aquella era su pipa de toda la vida. Toda la vida es mucho para un viejo. Toda la vida es mucho incluso para un joven. Hizo recuento una vez más y quedó pensativo perdido entre el humo y la bruma. Comenzaba a anochecer y el frío le apretaba las muñecas. Entró en casa, se recostó en una mecedora. Aquella en la que su difunta mujer tejió los gabanes de sus nietos, uno por uno. Aquella en la que los niños se columpiaron cuando aún eran niños, y aquella que él había reparado tantas veces.
El viejo ya no escuchaba la radio, ya no reconocía al otro lado las canciones que sonaban ni la voz de la locutora. No leía el diario puesto que la letra se le había quedado pequeña. La televisión le cansaba. Las manos le dolían al dibujar la madera. Y los días se hacían eternos y pesados.
El viejo cerró los ojos, y dejó de ser viejo, de ser hombre. De estar cansado.




PUblicado en "El libro albedrío de la paz"